Fue un cumplido. A todos nos gusta que nos digan que hacemos algo bien, que algo hemos aprendido, aunque solo sea un oficio simple como el de limpiar vidrios. Su forma de acercarse fue decirme algo lindo, no recuerdo qué específicamente pero fue un cumplido. Tenía dieciséis, era chico. Vivía entre la circunvalación y los barrios del sur, en frente a la estación de servicios. Ese era mi mundo, dos piezas y un patio con tachos arrumbados, tablones y unos perros que hacían huecos en la tierra. Supe que en el semáforo de la ruta se podía hacer algo de plata limpiando vidrios. Necesitaba plata y con bastante culpa lo admito, necesitaba irme de ahí, de mi cárcel que eran las dos piezas, siempre atestadas de amigos del novio de mi mamá, de mis hermanas y sus equipos de música. Busqué una rejilla y un balde, compré un sachet de detergente en el súper y me sumé a los que estaban en la esquina. Aprendí rápido, no solo el oficio sino a diferenciar a los conductores que me darían algo de los que no, los que me insultarían y se enojarían, los que bajarían el vidrio y me tirarían un cigarrillo. Cuando él se detuvo reconocí la camioneta; lo había visto varias veces pasar, no era un vehículo común. Ese día me acerqué porque estaba seguro de que me dejaría limpiarle el parabrisas. Bajó la ventanilla y el interior exhaló un perfume embriagante. Empecé a limpiar el vidrio y su mirada me incomodaba, se sonreía. Eso es limpiar bien, o algo por el estilo fue lo que dijo, un cumplido. Me dio un billete de cien y me dio la mano, Walter, me dijo, Nahuel, dije imitando los señores serios. Compré Coca para todos. 

La segunda vez que lo vi bajó la ventanilla y me dio una bolsa, había unas medias de lana, una bufanda y un pulóver de marca con la etiqueta todavía enganchada en uno de los botones, era una mañana de escarcha, soleada, cuando la respiración hacía humo. No pude decirle nada, cuando levanté la vista de la bolsa, vi la parte de atrás de su camioneta que cruzaba la calle, lo vi mirarme por el espejo. Esa noche, entre el botín que me había regalado él y que yo adoraba solo en el baño, encontré una nota escrita a mano improlijamente, supuse manejando a medida que se acercaba al semáforo; me decía que esperaba que me quedara bien el sweater, él usaba esa palabra.

Una tarde, debe haber sido el mismo invierno pero ya en pleno julio, llegaba el anochecer, iba a ser una noche helada, se podía oler el aire limpísimo, se habían vaciado las esquinas, el agua en el balde hería las manos, paró en otro auto, ya no era la camioneta enorme de las veces anteriores. ¿Cómo le va?, pregunté. Me abrió la puerta del acompañante y me pidió que subiera, subí. No hablamos mucho, estacionó a la vuelta en un lugar medio oscuro y dejó la calefacción prendida; el olor a auto nuevo, el ronroneo del motor y la música de una guitarra se me metía debajo de la piel, quería vivir ahí. Se lo comenté, le dije que tenía lindo auto, que el calorcito hacía querer dormir ahí, nos reímos imaginando una casa con forma de auto, me dijo que yo podía tener uno y muchas cosas más. No entendí cómo, él no lo explicó en ese momento. En realidad no explicó nada, hablaba de cosas inconexas, contaba anécdotas sobre un tipo que se había hecho rico vendiendo unas pastillas, que a mi edad el cuerpo siempre es bello, habló de separar el cuerpo del deseo, se enredaba y yo hacía bromas, estaba nervioso y me quise ir. Me dió una bolsa, esta vez el doble del tamaño de la anterior, había ropa interior, un pantalón, una camisa de lana liviana y una campera de cuero, una máquina de afeitar, desodorante, zapatos y un perfume. Es el mismo que uso yo, me dijo cuando me enumeraba lo que había en la bolsa. Llevate todo, mañana a esta hora ponete lindo y venite por acá, tomá este celular. 

La tarde siguiente lloviznaba, me quedé debajo de un paraíso y encendí un cigarrillo y otro, y un tercero. En la esquina dobló un auto que apagó las luces y se estacionó. En ese momento me sonó el celular que llevaba en el bolsillo de la campera. Soy Walter, dijo. Me preguntó si había visto un auto estacionarse cerca de mí. Me acerqué al auto y y al llegar al lado del conductor la ventanilla se bajó y apareció la cara de un hombre gordo, con anteojos grandes, que sin decir una palabra se abrió los botones de la camisa y me mostraba el pecho con pelos canosos, miraba hacia adelante y no habló por unos segundos. ¿Por cuánto? Me preguntó. 

Pensé un número, una cifra que había escuchado a alguien en la esquina. Lo elevé al doble. Me dijo que él ponía el lugar. Mientras me conducía, dijo que Walter sabía elegir. Otro cumplido, una señal. Mi vida, que era una noche de invierno, empezaba a calentarse.

– Ariel Ingas

arielingas@hotmail.com

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