A diez minutos está la playa más linda, me dicen. Voy y me encuentro con un mar tranquilo, arena que parece harina y una playa de kilómetros. No tiene la pasión de la playa brasilera, pero de eso hablaremos después. De hecho, la playa es, digamos, perfecta. Hay unos pelícanos que sobrevuelan la gente que se pasea entre el agua y la arena. La gente te mira y saluda, dos niñitos hacen flotar un barco de la marina con bandera y todo. La escena parece armada, los médanos a los costado tienen formas regulares, las olas se acercan a la playa con una regularidad que podría estar medida en segundos, podría ser una foto de publicidad de cruceros. Camino bastante y en un momento escucho unas palabras que a medida que me acerco suben el volumen. Es una pareja. Se han parado al lado de su toalla y se recriminan algo. Debe haber empezado como una conversación y cuando paso por el costado, ya son gritos. Y ahí está la marca, la excepción a la escena orquestada, los actores fuera de libreto, los representantes de que incluso en esta maqueta, encarnada en desprolijas y ruidosas pulsiones, hay vida. Me quedo pensando en esas piezas fuera de lugar, en eso que irrumpe y afirma que no importa cuánto se quiera imponer la forma, siempre existirá, como documento del estar vivo, la mancha en la camisa inmaculada, el lapsus en el discurso perfecto, el traspié en la marcha.
La casa en la que vivo está en un barrio cerrado. Hay un lago con patos y una fuente en medio de una bahía artificial. Hay palmeras y en los bloques de departamentos solo se escucha el silencio. Es parte del decorado el silencio, es parte de la maqueta. Los autos se deslizan como sobre aire y nadie parece mirar los árboles o los patos. Salgo del Seven Eleven y ahí está la marca, la bocanada de aire. Es una negra, travesti, tiene una peluca rubia platinada, una pollera corta y un top rojo con brillos, una tetas enormes y un gorrito a lo mamá Noel. Se le ha metido algo en la bota y se apoya sobre mi auto para sacársela. Tiene la planta del pie blanca; se vuelve a calzar la bota con taco, me ve y dice “Happy holidays, honey”. La voz de hombre, el rubor y las pestañas en demasía. Le contesto en español, felices fiestas. Se ríe y camina unos pasos hasta su moto enorme. Ahí está, la segunda pieza que no encastra, la segunda manifestación de que detrás de la maqueta también hay gente que respira. La miro por el espejo retrovisor y sé que ni se imagina que su peluca platinada encarna, para mí, la constatación de unos latidos, de sangre que corre.
– Ariel Ingas
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