Viene a casa alguien de visita, es la primera vez que viene, se engancha a ver la casa, mira la galería, se sienta en la reposera. A sus piernas se acerca Fina, nuestra perrita más grande, quizás la más tímida. Se dispone al frente de la recién llegada, le ofrece su cabeza y esa sonrisa que tienen los perros apenas abren la boca. La mujer le toca el lomo y ella, como siempre que quiere mostrarse, levanta una pata delantera y la apoya en la rodilla de la mujer. Es lo que ella sabe hacer, es lo que hace para contarle a quien quiera oírla que le gustaría una caricia, un moverle las orejas como hacemos los dueños de casa cuando nos sentamos en la reposera y ella se acerca. 

En el río, el día anterior, una amiga que trabaja con personas psicóticas me cuenta sobre un caso interesante en el que el paciente solo se conecta con el mundo si tiene puesto un guante. Me cuenta que el hombre solo “hace amarre” en esa circunstancia, solo puede encontrar algún sentido al mundo circundante si tiene un guante, es de la manera en que él sabe lograr lo que se propone, sólo con el guante se siente seguro de levantarse en la mañana, solo así puede escribir un mail, hacer las cuentas de sus gastos mensuales. El guante le permite la decodificación de su contexto, es una llave, un dispositivo de traducción.

Y hoy al ver a Fina mostrarse en eso que sabe hacer, levantar la pata y al escuchar lo del paciente que conecta con la tierra a través de un guante pensé en lo que los demás humanos que convencionalmente denominamos normales andamos haciendo para que nos acaricien la cabeza y para poder hacer sentido de lo incomprensible que es a menudo el mundo. Algunos escribiremos algún poema y lo ofreceremos a la mirada del que llega, otros tocarán un instrumento para permanecer cerca de la tierra y evitar la desesperación de la desconexión. Y otros, muchos, solamente guardarán silencio que será su forma de levantar la pata y pedir la palmadita en el lomo. Formas y maneras que tenemos las bestias, pensantes y no, articuladas y no, hablantes y no, de andar buscando esa caricia, el calor de esa mano que se nos apoye en la cabeza y que funciona como millones de litros de combustible para levantarnos de la cama y emprender las empresas más titánicas; formas y maneras que tenemos las bestias, sanas o no, de intentar seguir conectados con la tierra, con lo demás, con el sentido del propósito de la existencia, con algún tipo de orden que nos incluya, que nos acepte. Y ahí andamos, levantando una pata para que nos quieran, para que nos miren a los ojos e intenten leernos.

– Ariel Ingas

arielingas@hotmail.com

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