Muchas veces me encuentro pensando sobre cómo el lugar donde nacemos nos construye o nos caracteriza. Como si tanto nuestra conformación de personalidad y destino fueran el resultado de debates entre nuestros genes y el espacio que nos ve nacer. Quizás tranquilos y expansivos si hemos nacido en la llanura, escarpados e inaccesibles si habitamos en la montaña y extremadamente libres si el mar nos crió a su lado. Y es ahí cuando aparece el río como esa marca geográfica que se hizo carne, ya no en mí solamente sino en la familia a la que pertenezco. Debo escribir sobre el río y es como si me hubieran invitado a hablar de mi álbum de fotos preferido, de la explicación de mi estructura psíquica, del curso de lo que viene. 

Nací en una casa cuyo patio daba a un peñasco diminuto, unos pasos más abajo el río; el río y su permanencia, sus ciclos, sus límites, su humores, sus secretos. De niño el río fue el lugar de la diversión y de los amigos. De las pieles quemadas sobre la nariz que obligaba a las mujeres de la casa, mamá y hermana mayor, a preocuparse. Esas mismas mujeres eran las que nos obligaban a usar unas cremas blancas hasta que se regenerara nuevamente la franja de piel perdida bajo el sol del verano. El río era la autopista de las cámaras infladas, compradas al gomero del pueblo por algunas monedas. El trayecto entre piedras, las cascadas pequeñas y los empujones de primos eran la forma de la felicidad, de la plenitud, si es que en a las puertas de la pubertad, cuando todo se quiebra, existe algo llamado plenitud. El río estaba ahí, siempre, para mojarme los pies en la primavera temprana hasta que llegaba el veredicto tan saludable del agua no tan fría, información que me conseguiría el permiso de mis padres para meterme. En esa edad en que uno desarrolla el miedo a los demás, al otro sexo, a su propio cuerpo, el río era seda líquida acariciando a medida que se deslizaba, a medida que se iba. En aquel momento debo haber desarrollado la idea de que los primeros instantes después de morir uno cae en un curso de leche tibia, un río de leche tibia que te transporta, mientras te hacés a la nueva idea de que has dejado de respirar. 

De joven el río fue cómplice y testigo. Ya no regazo y espacio esencial sino paisaje. El interés se había mudado a los seres humanos. Se construía dentro mío ese vacío que solo llena otra persona, ese vacío que no completan las aventuras o las sensaciones lúdicas, un vacío que empieza a gritar el encastre con otro, su piel, su mirada, su risa, su aliento. El río nos prestaba sus playitas de arena gruesa para nuestros fogones, nuestros flirteos inocentes, la exposición de nuestros cuerpos vírgenes. La temperatura de su agua en esos veranos acrecentaba las posibilidades de combustiones como si fuera un curso del material más inflamable. La llama podía ser una caricia, una tela mojada, una malla que se corría, una mirada que durara más de lo esperado. 

De adulto y padre, el río ya es parte de mi pasado y porvenir, lo sé. Ya no vivo tan cerca, pero vuelvo cada temporada. Me espera siempre con la temperatura justa como para que pueda pedir el permiso, supongo que está viejo y no se da cuenta de que ya no necesito esos avales. O simplemente será que se entibia para mí y no me lo quiere decir. Mis tres hijos se han criado en sus orillas. Todos han aprendido a nadar en la piedra grande, donde aprendí yo, seguramente mi madre y quizás los primeros habitantes del pueblo. Sé que un día no volveré y él seguirá rodando, yendo, acariciando sus amadas piedras, rozando sus bancos de arena, cambiándolos de lugar. Y esa ausencia, mi ausencia, no me entristece, tengo el río adentro, seguiré deslizándome convertido en vaya a saber qué forma, en vaya a saber qué tiempos, besando vaya a saber qué bocas. 

– Ariel Ingas

arielingas@hotmail.com

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