Hombre parco mi padre. Pocas palabras superaban el umbral de la importancia y eran finalmente dichas.
Se movía en un mundo de trazos gruesos; tenía un cortadero de ladrillos.
Había caballos con olor a guano, había barro con el que formaría miles de bovedillas, había llamaradas en las bocas de los hornos infernales, había humo que se le metería en los pulmones.
Llegaba a casa lleno de polvo, se bajaba de su camión y acariciaba a los perros. Levantaba un hueso y se los tiraba lejos pidiéndoles que lo traigan, jugaban un juego simple e inocente.
Dentro de las tareas de mi madre estaba la de transformar una casa en hogar. No tenía pociones mágicas pero sí entusiasmo y practicidad. Entre horas de trabajo se las arreglaba para comprar unas sillas, encargar un mantel anaranjado, colgar un cuadro, pulir los bordes ríspidos del escenario de su hombre, armar y acolchar el mundo de sus hijos.
Es una tarde de invierno, tengo cinco o seis años.
El ruido del camión se detiene, los perros mueven la cola, mi madre va a la puerta.
Él se sacude antes de entrar, veo la escena desde la cocina, ninguno me ve y veo a los dos.
Ella le recibe el sombrero y da vuelta para llevarlo al patio y sacudirlo, supongo. Él la mira y en los labios forma su boca un beso, destinado a volar hasta la sonrisa de su esposa. Pero ella se ha dado vuelta y la dulzura del beso se diluye en el aire, sin rostro en el que apoyarse. He visto todo.
Desde la ventana, Edipo me sugiere que acabo de ganar una batalla. Ella no ha receptado la ofrenda de mi adversario. No ha de querer recibirlo, decido. Podría contarle a mi madre lo que he visto pero sería ayudar al enemigo. Edipo me dice que guarde el secreto, que es una de las armas que tengo para la victoria mayor: un día, matar a mi padre.
Han pasado cuarenta años y el secreto ha estado conmigo. Mi padre ya muerto ha vuelto en un sueño incomprensible, me despeina el pelo, me toca el hombro, me despierto y veo la parte trasera de su zapato salir de la habitación.
¿Habré podido matarlo? Si es así, lo que he estado buscando frenéticamente es ese párrafo de la teoría en el que alguien me explique cómo lleno el vacío que dejó aquella muerte. Y para cuando necesito una respuesta, guardo en una caja de fósforos, que pinté a los ocho, ese beso robado. No la he vuelto a abrir porque sé que los besos secuestrados tienen el sueño liviano.
– Ariel Ingas
arielingas@hotmail.com