En el trabajo me preguntaron si me interesaría participar de los viajes a EE.UU. con alumnxs cordobeses, que estudiaban inglés en el instituto donde yo era profe. Acepté y en el primer viaje fuimos dos profes coordinadores y treinta estudiantes. Linda experiencia, lindo país, y un personaje que conocí allá: Peaches Lovelace.
Era la “madre” anfitriona que me tocó, durante el tiempo de estudio en EE.UU. vivíamos con familias anfitrionas. En mi caso era una mujer que vivía sola y que en ese enero cumplió 75 años. Jubilada de profe de inglés y actriz, un metro sesenta, siempre peinada a lo señora yanki (peluca armadita) y con el pucho en los labios. Me dio un beso cuando se presentó “porque sé que los argentinos besan mucho” -carcajada- y me dijo que su nombre no era su nombre y que siempre le había gustado ser otra y que esta vez había elegido un nombre de puta. Levanté mi valija del porche y entré, me empezaba a parecer que las lecciones de la vivencia no iban a estar precisamente en las aulas.
Una de las primeras noches descubrí que Peaches tenía un especial afecto por las bebidas espirituosas. Fuimos al supermercado y me dio un carrito, “elegí vos, no sé qué se come en Argentina” me dijo con la voz medio Adriana Varela, más humo de pucho. ¿Han estado en un súper estadounidense? Bueno, uno puede pasar horas decidiendo si el queso que quiere es el de 38% graso más 12% cremoso o mejor el de 59% textura alemana con granitos de trigo finlandés, bueno, lo dejamos ahí, pero volvimos tarde a la casa (yo con embutidos y pescados raros, ella con botellas de todos colores) y ahí me enteré que yo iba a ir y venir de clases en ese auto, su auto, un Thunderbird blanco que ocupaba el ancho de un carril con un angelito dorado colgado del espejo retrovisor.
Una noche me estaba esperando y me hizo ver por primera vez escenas del musical Les Miserables, donde actuaban unos amigos suyos. Y al final me dijo que su parte preferida era la que cantaba Javert antes de suicidarse; se paró frente a la TV y la cantó, al final lloró. Me preguntó si yo era Valjean, siempre escapando de la sociedad, o Javert, siempre escapando de sí mismo. No pude responder y la pregunta se quedó conmigo hasta hoy; ella era, dijo, definitivamente Javert. Antes de irnos a dormir me dijo que no tuviera miedo, que no se iba a suicidar, al menos mientras yo estuviera ahí y cerró la puerta de su habitación, mirando el suelo, devorada por la pena. Le encantaban las salidas de escena y la caída del telón.
Le gustaba la historia argentina y tenía alguna idea, hasta que intentó meterse con el peronismo y terminamos riéndonos de lo inasible de ese cúmulo de conceptos que era “lo peronista”. Me parece que lo que tenía más en claro era la figura de Evita y cada tanto citaba unas partes del musical. Cuando jugábamos al poker y ganaba ella (98% de las veces) y ya habían pasado unos tragos de bebidas inmaculadamente blancas, se paraba y desde la esquina del living todo alfombrado me cantaba ¡¡¡Don’t cry for me, Argentina!!! Intenté contarle algo relacionado con los milicos argentos y no lo terminaba de entender, en su país los militares son bastante respetados, y me escuchaba pero yo veía que no retenía los conceptos en su dimensión, si bien, en alguna cena, levantó el vaso y brindó por los “fucking milicos tuyos” y yo le dije que no eran míos, y tomamos vino y nos reímos de nuevo.
Los martes se juntaba con las amigas a jugar al bridge pero antes venía una peluquera y las peinaba a todas. No se me permitía estar y cuando volvía, había en la basura botellas y puchos para un campeonato propuesto por Baco; a veces Peaches estaba exultante porque había ganado un pasaje a Bahamas y una vez no se reía tanto, había perdido un collar de perlas. No le creí, pero tal vez era cierto.
Unos días antes de partir, me dijo que el siguiente martes iría a visitar a su “best friend”, que estaba en una prisión. No pregunté nada. Ella siguió, …que había estado en la cárcel por 15 años, que era el padre de su hijo, y que se moriría ahí. Escuché callado. Y te preguntarás qué hizo, me preguntó. No te voy a contar, pero es justo que esté donde está. Peaches sabía ser dramática y a mí me encantaba.
Unos años después, cuando internet se puso de moda, intenté encontrarla y entrar en contacto con ella pero no lo logré; tal vez a esa altura sería otra persona, una empleada de una fábrica en quiebra, una astrónoma belga, una mártir guatemalteca, vaya uno a saber. Yo conocí a Peaches, la de nombre de puta, con quien nos reímos en un pueblo perdido en California hablando de Perón y los descamisados, lo cual no significa de ninguna manera, que Peaches Lovelace haya alguna vez existido.
– Ariel Ingas
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